Jauría
Era los mil novecientos noventa y tantos. Vivía cerca de un arroyo seco, que antes de que yo llegara, desbordaba vida. Ahora se había convertido en un tiradero, donde la gente de la colonia de allá arriba dejaba caer todo lo que ya no quería: sillones rotos que se convirtieron en ballenas rojas, cuando navegaba a través del agua invisible sobre la bici con la jauría; también había uno que otro animal muerto, al que prometieron entierro y dieron bolsa; y en la parte más alejada de la colonia, bajando el monte por el mismo cauce, había una larga curva en la que dejaban caer coches viejos y monitores de televisión. Ya no íbamos en busca de hormigas mochomas para pelearlas: recién curados del veneno de la infancia, nos dejábamos devorar por el egoísmo de los jóvenes. Recorrimos tantas veces el arroyo, desde la casa del Viejo hasta el deshuesadero, con una botella de plástico en la llanta trasera para que la bici sonara como motocicleta. No podíamos creer en nada más que en nosotros y